martes, 17 de marzo de 2015

Argentina sin el otro

Vivo al lado de un colegio. En una zona de colegios. Pero que además es una zona de clínicas, sanatorios, hogares residenciales para ancianos, y viviendas. El martes 17 de marzo a las 6.30 am un grupo de unos cuarenta alumnos del Colegio Dante Alighieri desembarcó en pleno cantero del Boulevard Oroño con bombos, redoblantes, cantos y una enorme caja de cartón llena de petardos.
Durante más de una hora mantuvieron al barrio de rehén festejando quién sabe qué, mientras los vecinos se asomaban a los balcones con la cara adormecida y los huesos llenos de impotencia.
Las detonaciones se daban con espacios de tres minutos, y resonaban con intencional prejuicio en los marcos de las ventanas de los edificios. En dos ocasiones, un perro huérfano no pudo contener su instinto y logró tumbar el mortero antes de que la bomba saliera. Las dos veces se produjo la explosión sobre la vereda del colegio de enfrente, sin heridos, de casualidad.
Cerca de los 30 minutos de festejo, personal de barrido y limpieza llegó al lugar. Seguramente cumpliendo el organigrama municipal. Intentaron loablemente parapetarse a la vera del grupo de estudiantes y adoptar una actitud que logre intimidarlos. No lograron nada.
Habiendo transcurrido casi una hora del bochorno arribaron a la escena dos policías de la Provincia de Santa Fe y dos de la Guardia Urbana Municipal. Adoptaron el mismo protocolo que los de limpieza. Miradas intimidantes y acercamientos fugaces y progresivos. Al final, agotada la paciencia supongo, decidieron intervenir y les quitaron a los estudiantes la enorme caja de cartón con lo que supuestamente habría sido el excedente de petardos. Diez minutos después, seguían explotando las bombas sobre la avenida.
Y entonces no pude evitar pensarlo: Vivo en el país más tolerante del mundo.
Porque esto no sucedió un martes en particular, en una cuadra en particular. Esto ocurre casi todos los días, en distintas locaciones, y a causa de los motivos más variados.
Comentando el hecho con personas del entorno diario descubrí que casi todos habían sufrido una vejación semejante y reciente. Vecinos de otros colegios, del Monumento Nacional a la Bandera, de parques céntricos, de bares y discotecas, estadios de fútbol, todos toleran con rigor inalterable el clamor de los que se arrogan el derecho a festejar. Y todos coincidían en que ese festejo, por algún motivo, adquiere validez solo a través de su difusión. Porque no se vale festejar si nadie se entera. Porque un cántico sin audiencia es solo un grito estéril. Y si a nadie le interesa el festejo será cuestión de ir y cantárselos en la cara, con bombos y bombas, para que vean, para que se convenzan de que los motivos son impostergables, que la unión hace la fuerza, que la patria somos nosotros, los célebres.
Tal vez en otras tierras los colegios sean sancionados por los hechos de sus alumnos (que, por más que actúen en la vía pública lo hacen como un sujeto de pertenencia). Eso es lo que suele ocurrir en los casos de incidentes ocurridos en ocasión de los espectáculos deportivos y tanto la legislación como la opinión pública parecen estar de acuerdo.
Tal vez en otras tierras sea el mismo colegio el que reprenda a sus alumnos (Cathedra mea, regulae mea), después de todo es la institución en la que confiamos para iniciar a los jóvenes en la vida cívica.
Y tal vez, en tierras muy lejanas, sean los padres los que reprendan a sus hijos (si es que aún les queda algún interés en hacerlo), pero eso ya parece demasiado pedir.
El tema aquí es la irreverencia, y el mayor problema de la irreverencia es que jamás va encontrar un tope mientras se lleve puesta la tolerancia. Porque es evidente que en cuanto nos decidamos a aceptarlos, los bombos y los estruendos perderán legitimación como símbolos de descaro, y entonces la avidez por rebelarse exigirá pisar un césped que todavía crezca sereno.
Cuando me fui de mi casa, cerca de las 8 am, las bombas seguían estallando. Mi mujer e hijo de dos meses buscaban un refugio que simplemente no existía para resguardarse de algo que no tenía explicación. Sobre la vereda dos policías conversaban/negociaban con dos estudiantes enmascarados y llenos de papel confeti, y en la puerta del colegio los celadores miraban el plano abierto de un día no tan ordinario en su trabajo.

Hay una frase, tan vieja como sabia, que dice que los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro. Me resulta muy difícil celebrar que estemos desembarcando en el país de los derechos infinitos, al precio de vivir en el país sin el otro.

jueves, 3 de julio de 2014

ESTÁS VIENDO EL MEJOR MUNDIAL DE LA HISTORIA

Si, estás viendo el mejor mundial de la Historia.  O al menos de los últimos veinticinco años. Y cómo hace más de veinticinco años yo no existía, o no tenía conciencia, es el mejor mundial de MI Historia. Y como ahora a MI Historia la estás leyendo vos es también TU Historia. Por eso, estás viendo el mejor mundial de la Historia.

En primer lugar sacudite de encima ese complejo de petiso judío homosexual y aceptá el hecho de que los brasileros puedan organizar el –hasta ahora- mejor mundial de la Historia. Porque lo cierto es que este certamen lo tiene todo. Una apertura de veinte minutos que a todo el mundo le importó tres carajos. Una tasa de empates casi nula. Goles y golazos en casi todos los partidos. Cero vuvuzelas. Escasísima presencia de ñoños europeos, gordos rubios y pintados, que se paran ante las cámaras a gritar “viva el fútbol” o “sin ánimo de ofender pero su equipo va a perder”. Cracks que se bajaron de aviones de oro y se los comieron las tribunas. Cracks que se comieron estadios enteros, con tribuna y todo. Jugadores anónimos que tallaron sus nombres en la eterna lista de Replays de la que históricamente come el ya-no-tan-gordo-Bonadeo. Y un Joseph Blatter al que todo el estadio abuchea sin saber bien porque cada vez que la cámara lo ubica (que es lo que aporta la cuota de irascibilidad colectiva que toda buena competencia multitudinaria debe tener).

Pero lo mejor del mundial, lo que más se destaca de estos veinte días que pasaron, es el absoluto maniqueísmo en el que se desarrolla la competencia. Porque por más que hayas sido criado en la armonía, y te hayan contado mil veces eso de que no hay ni buenos ni malos, que nada es verdad ni es mentira, y que nada se pierde todo se transforma (Drexler dixit), vos siempre supiste que eso es una fábula que inventó Papá Noel para ahorrarse algo de la guita de los regalos. Por eso está bueno que pasen estas cosas, que buenos y malos se destripen en directo para poder mirarlo a tu viejo a la cara y decirle que lo que te enseñó es puro marketing.

Así fue que vimos como un patito horrible y medio deforme partió volando desde las playas de Costa Rica y lo gastaron tanto que con suerte llegó a Brasil. Y una vez ahí puso media docena de huevos, se los colgó abajo del bulto y salió a cargarse a tres campeones mundiales. También vimos como los hermanos uruguayos tropezaron en plena avanzada (con el pato-cisne), y ahí tirados en el piso los taconeó todo el mundo. Después, con los ojos llorosos vimos levantarse a los uruguayos, dar vuelta el mantel manchado, y comerse a los ingleses con las manos y a mordiscones (los mismos mordiscones y del mismo jugador que, un partido después, les hicieron perder un delantero y la cabeza a tres cuartos de plantel). En octavos les tocó caer, y volverse al Uruguay, donde Mujica los esperaba para que le firmen el álbum de figuritas. Pero cayeron ante los cafeteros. Selección más noble todavía. Con sus figuras cristianas y sus bajas expectativas. Con su héroe caído Falcao mirándolo por Pay Per View desde Bogotá y su fonéticamente perturbador y juvenil esperanza James Rodríguez clavando un golazo más eterno que el propio Mondragón.  

Otro héroe caído fue Argelia. Al que le tocó jugar contra Alemania en octavos de final y renovar sus credenciales de odio por el partido que en el mundial 82 los teutones arreglaron con los austríacos, pasando de fase en tándem y cagando soberana y antideportivamente a los africanos. Parecía que los argelinos finalmente iban a tener su revancha, y si no podían eliminar a los alemanes al menos les iban a fracturar dos jugadores por línea. Pero no, los negros optaron por el honor y se fueron silbando bajito. Y no levantaron la cabeza ni para elegir pasta o pollo en el avión de vuelta a casa.


Este es el mejor mundial de la Historia, porque está pasando ahora. Y no me importa quién gane la copa y quien se vuelva en cuartos (sí que me importa pero queda mejor así). Lo que me importa es que quedan ocho partidos, que son ocho oportunidades para ver cómo van a ir cambiando las historias que voy a contar los próximos cuatro años. Que van a ser ocho batallas a muerte, a todo o nada, con nervios, pasto y canilleras volando por los aires en cámara lenta. Van a ser ocho guerras, ocho funerales, ocho milagros. Y todo para coronar un campeón. Uno que está por encima de todos. Uno que sobrevivirá por siempre. Y que termina siendo el mismo mundial tras mundial: La FIFA.

EL MISERABLE FRÍO QUE ME ACOBARDA

          Pasan los años y pasa la vida. Pero las que verdaderamente importan, las que hacen la diferencia, son las estaciones. Atrás quedó el verano. Y pasó sin pena ni gloria el indiferente otoño (Winter is coming). Ahora llegó el frío, el invierno mal habido que curte los días y nos fuerza a un toque de queda constante.

         Se acabaron las cervezas de final de la tarde. Los asados carancheados al lado de la parrilla. Las conversaciones espontáneas en las esquinas. Ahora los que salen a correr por los parques y avenidas anchas son los que corren en serio. Ya no se los ve más a los maratonistas estacionales, los amantes de los pájaros y los que son puro MP3. Ahora los que corren son los que se toman a pecho eso del ejercicio, los que se cronometran los tiempos y las distancias, se miden y se superan, sabedores de la lycra y el spandex, y que dicen no poder aguantar un solo día sin salir “a entrenar”.

         Ahora es otra cosa. El frío cala hondo y siempre. Porque si algo tiene el frío es esa sensación de perpetuidad, ese enrosque en uno mismo que parece que va a durar toda la vida, y que hace que el verano parezca algo que ya pasó, que ya nos dejó atrás y nunca más volverá, como una especie de mirage o regalo divino que no supimos aprovechar.

Fogwill trató muy bien el tema del frío en Los Pichiciegos (entre otras cosas que trató, entre ellas el relativismo de los bandos: está el bando de los argentinos y el de los ingleses, y a su vez en cada bando está el bando de los que quieren vivir a toda costa y el de los que también quieren vivir pero no saben qué hacer con eso). Me fui. El frío, ah. Fogwill, ah. Él dice que el frío, cuando se viene desde un ambiente cálido, cuando se prepara el cuerpo para afrontarlo, es soportable. Salir calentito al frío durante un momento es casi deportivo. En cambio ese mismo frío, cuando va sumando horas de exposición, cuando el calor quedó tan atrás que más parece una cicatriz que una sensación, es irreversible. Eso es (en menor medida) justamente en lo que nos hace caer de a poco el invierno. Porque arranca suave y casi nostálgico. Con esa oportunidad de volver a usar la campera de cuero que te regaló tu ex, o quedarte un sábado a la noche en casa mirando tele desde una caverna de frazadas. Pero con el tiempo, con la exposición, la cosa cambia. Ahora tenes los huevos por el piso de usar siempre la misma campera (que ya bien podría salir caminando sola de la mugre que junta), y de todos tus pantalones te das cuenta que el que te abriga de verdad es uno solo, y no da más, no podes mostrarte con eso en la calle. Ya estás harto de tu casa y de la tele, y las frazadas parecen haberte gambeteado la defensa y medido al arquero, porque calientan cada vez menos.

         Por eso el frío es la muerte. Porque todo lo que representa vida se hace al aire libre, o transpirando, o literalmente en pelotas. Porque la imagen del invierno son dos viejos en sillones hamaca leyendo un matutino (la vieja tejiendo) al lado de la chimenea que chispea. Pero si a esos mismos viejos los trasladas, exactamente en la misma posición, a dos reposeras a la sombra cerca de la parrilla también van a escuchar el chasquido de la madera ardiendo (o carbón si sos bicho de ciudad, el chasquido es casi igual, el sabor nada que ver). El viejo puede leer igual su matutino, y si le agregas una partida de tute cabrero a media tarde la va a pasar mucho mejor. La vieja puede seguir tejiendo también, pero si entre punto y contrapunto echa una ojeada a los nietos que chapotean en la pileta le va a gustar mucho más. Es así. En el verano hay lugar para todos. No importa la edad ni la clase social. Los chicos corren por el pasto y entre los árboles, los adolescentes se recontra maman a los gritos y duermen en el banco de la plaza hasta que se les pase y no los descubran los viejos. Los grandes repintan la casa, compran luminarias de exteriores, algún aparato eléctrico para el césped o la pileta, agrandan la parrilla, e invitan en una sola temporada a medio centenar de personas que ni locos soportarían encerrados en un living de invierno. ¿Los pobres? No, los humildes. Bueno. Los humildes llenan de agua palanganas, tanques y pozos, y chapotean y se despanzan. Porque el agua refresca a todo el mundo por igual, tan macanuda es.

         Pero el frío es cosa seria. Mata gente. Mata pobres y viejos. Aliena las plazas, vacía las calles, incita a la delincuencia y al asolamiento. El frío además, ese frío desesperanzador de mitad del invierno, transforma a la gente. La va descolorando, opacando y amuchándola en sí misma. Nos junta a todos en un gran y apabullante humor y nos pone a tiro de gracia, como un montón de cachorros abandonados adentro de una caja de cartón en medio de la calle, llorisqueando y trepando unos arriba de los otros para intentar ver si hoy pasa o no pasa el camión de la basura que finalmente nos arrolle.

         Hay quienes dicen que la política polariza. Que todos los días se rompen amistades y lazos filiales por no poder coincidir en un mismo partido o una misma idea de gobierno. Yo le temo más a la polarización del frío (que no es lo mismo que el frío polar, o frío polarizado), porque a mis amigos (que no son tantos como parece) les gusta el frío. Los muy hijos de puta lo esperan. Lo extrañan. Son cadáveres, tienen que ser cadáveres, me digo, como para convencerme de que no pude haber elegido tan mal mis amistades. Ellos se ponen la campera, les gusta eso de usar gorros ridículos (que más que boludos parecen un fibrón sin tapa), y salen a la calle. Y laburan, y fuman en la vereda, y cuando asoma un solcito al mediodía por ahí se animan a cafetear al aire libre. Yo por dentro deseo que se les rompa la caldera, que se le aflojen los burletes de las ventanas, quiero que lleguen a sus casas arrastrando el último frío de la tarde y tengan que seguir cagándose de frío porque no hay agua caliente. Porque en algún momento tenes que ceder. Puede que dependa de algún grado mayor de tolerancia, pero a la larga todo el mundo cede, y el invierno es largo. 

         Me dirán que contra el frío sale a jugar a la cancha un buen vino, o algún aguardiente. A ver. He disfrutado en exceso de los excesos del alcohol (que es la mejor manera de disfrutarlo) y jamás he dejado pasar una copa, vaso o petaca porque hiciera calor. A lo sumo después te refrescas con una vaso de cerveza bien fría, y sino te llevas la botella debajo de la ducha helada mientras repasas el abecedario en inversa para comprobar que lo que tenes todavía no es un problema tan serio. Me dirán lo mismo del café. Pero pasa exactamente igual. El café, al igual que el alcohol, excita una parte distinta del espíritu, que nada tiene que ver con la temperatura ambiente. Así que no jodan.

         Lo lindo del frío es la nieve. Dicen algunos con una expresión que oscila entre lo inocente y lo burdamente homosexual. Sí, pero la nieve “linda” es esa que cae en Bariloche y seis ciudades más de la Argentina. El resto es nieve con barro en el campo o la ruta, y solo la aprecian las vacas y los conductores que, por manejar en la nieve, terminan estrolados en la banquina. Y si querés disfrutar en serio la nieve “linda” tenés que pagar en un día el equivalente a un año de televisión por cable para ponerte un mameluco y dos tablas en las piernas y caminar como un boludo que acaba de cagarse encima hasta colgarte de un cachivache que te lleve hasta una cumbre, donde los chifletes te violan por lugares insospechados mientras intentas bajar patinando con estilo y sin romperte las caderas.

         No, el frío es cosa seria. O tal vez soy yo el que se pone serio cuando hace frío. Chamuscado entre camisetas camisas y pulóveres. Con partes del cuerpo que hace semanas que no veo (a veces me hago un chequeo preventivo, a ver si todo está donde tiene que estar y sigue siendo del mismo color). Con esa picazón constante que provoca la falta de oxígeno y los sabañones. La cara pálida, los ojos muertos, los dedos amarillos por el cigarrillo. El olor a nada.


         Yo sigo esperando el día en que me despierte y vea a mi mujer abriendo de par en par las ventanas del dormitorio, y sentir que el sol me chupa la cara y me carga la batería del teléfono. En vez de eso, la encuentro enrollada en la estufa del living o fumando vapor en el baño. Sigo rechazando invitaciones espurias a comidas con salsa y guisos multitudinarios en “quinchos” que siempre prometen una mayor calefacción de la que cumplen. Sigo intentando saber quién soy debajo de todo este abrigo. Y en medio de tanto rechazo y confusión, tal vez lo único que tenga en claro es que yo soy un eterno enamorado del verano, hijo del sol, fornicador de reposeras y fumador de bronceadores. Y no lo digo llorando ahora porque tengo semi-congelados los lagrimales, pero de tanto en tanto, cuando el verano me abandona y se va con las ballenas quien sabe adónde, no me queda otra opción más que dejarme ir con él, y dejar que el frío me congele la ilusión antes de alcanzarme los huesos. 

lunes, 21 de abril de 2014

LOS PASOS ROTOS

El médico había ordenado reposo, y específicamente que le evitaran cualquier situación de angustia o tensión. Desde la puerta de la habitación Ludmila lo veía dormir apaciguado, recuperándose de su peor estado. Todavía no retornaba del todo a su color natural, y un aura nívea bajaba por sus brazos que se enroscaban en la cobija. Desconocía qué pudiera haberlo sacado de su quicio tan súbitamente. Pablo era un hombre física y emocionalmente fornido, amasijado por una infancia austera y una madre ausente, él lo aguantaba todo. Había enterrado a su padre con el pulso intacto, criado una hija sin socavar su temple, engendrado una frondosa existencia sin pedir permisos ni perdones. Hoy su mujer lo había encontrado de rodillas frente a la pileta del baño, semidesnudo, la cara entumecida por la humedad de su llanto y el horror en sus ojos, sus manos y su timbre. Su humanidad había cedido ante su propio peso.
Llevaban juntos veintidós años, de los cuales habían logrado exprimir un amor tan exultante como indócil. Practicaban la libertad de espíritu, se complotaban contra el sincericidio y se avenían ante las vacilaciones intestinas que les provocaban algunas pequeñas grandes preguntas.
Él la había deseado desde aquella primera clase particular en casa de su madre, cuando la impresión de aquella adolescente altiva y escurridiza se aferró en su corteza en forma de recuerdo amorfo que iría tornasolando todas las adicciones consecuentes. Esa niña de orejas escondidas zanjó infinidad de alternativas, y así su devenir se redujo a un obstinado ascenso hasta lograr llegar a su acantilada cintura. Compitió fuertemente, tanto contra otros pretendientes como contra su propia personalidad de mercachifle espasmódico de corto vuelo. Debió probarse su hombría, su superioridad evolutiva. Le fue necesario acreditarse cualidades no convencionales, afilarse la genética, para luego transferir todo a Ludmila en la forma de promesas insensatas. Así se vedó toda licencia para fallar, aun en las pequeñas empresas, y fue gestando una especie de bacteria leudante que se arrojaba sobre toda cavilación y sospecha.    
Ella creció en el cobijo y la autoestima. De niña fue instruida a trascender en vez de transcurrir. Fue educada en la fe de las posibilidades infinitas, de la equivalencia celestial, de la irrevocabilidad de cada momento. Todo en ella era deseo proyectado, una persecución incesante de objetivos enlistados en macramé que hacía harto difícil no quedar enredado entre sus tangentes, o sus curvas orquideanas. Amaba al prójimo desde la distancia y sufría por efecto transitivo. Los pobres y los cachorros le eran indiferentes. Hablaba con decisión, con la firmeza de las convicciones impostadas, aunque internamente contenía el humo de su propia hoguera. Hoy es feliz, tal y como le enseñaron a serlo. Siguió al pie de la letra las instrucciones y su resultado emerge irreprochable desde la penumbra que la circunda.
Han pasado veinte minutos desde que Ludmila despidió al médico desde la reja de la entrada, y aún sigue intentando reconstruir el ánimo de Pablo en las horas previas a haber salido aquel momento hasta el correo para volver y encontrar su cuerpo flácido bajo la pileta del baño. Recorre la casa ansiosa, buscando la irregularidad en su disposición, intenta recrear la escena del baño y vuelve sobre los pasos rotos.
Al recorrer el pasillo piensa en su hija, Mara, y en si podrá convencerla este año de que venga a casa para las fiestas. Al llegar al comedor la luz la encandila, y al sostenerse sobre la mesa la recuerda abarrotada de papeles y carpetas, Pablo y ella sentados en extremos opuestos discutiendo las finanzas y postergando viajes prometidos. Enciende la luz de la cocina y tampoco percibe nada extraño, solo que la puerta de la alacena no cierra debido a que la vajilla está mal guardada, la de porcelana, regalo de casamiento. Ahora retoma los pasos hasta su habitación. Silenciosamente otea el escenario sin despertar a Pablo, que tuerce levemente la boca en uno de sus tics característicos y aprieta la sábana con el puño en señal de que aún no se ha recuperado. Recuerda sus primeros meses de casados, el amor austero, el miedo contenido, la inmediatez con la que sus vidas colapsaron sin reparos, atomizándose en el plano general y sin lugar para el consuelo. Recuerda sus votos matrimoniales, -a ti me entrego- y la solidez de su admiración por el hombre que prometió darle lo mejor de sí.
Por último entró en el cuarto de Mara, devenido en suerte de depósito desde que hace un año la joven decidiera que la infancia es un lobo del cual se huye. La habitación presentaba su regular estaticidad, excepto por la puerta entreabierta de su antiguo mueble de tocador. Avanzó cada paso recordando los rincones de su infancia, los anhelos descartados y algunos sueños truncos. Revivió las tardes de folclore en las que ayudaba a su padre a reparar el Valiant. Las risas entre amigas, confesándose las preferencias por los chicos de la clase. Se le humedecieron los labios al recordar la primera vez que fue besada, en la escalera de una escuela una noche de diciembre.

Al abrir la puerta del mueble tocador la pila de papeles cayó sobre la alfombra con dramático esmero. Los sobres estaban abiertos, la mayoría rajados con violencia, y las cartas pululaban entre semidobladas y arrugadas, exhibiendo toda gama de colores. Eran las cartas de Mariano, novio adolescente, amor de los primeros, consumado y extendido en el tiempo hasta que Pablo acaparara la escena. A Mariano le había tocado despertar la indómita criatura que hoy volvía a dormir debajo del manto de madre y esposa, y gran parte de aquella expansión hormonal había sido volcada en las cartas que ahora Ludmila sostenía entre sus dedos nerviosos. En ellas constaban experiencias, sensaciones y halagos. Detallaban la vertiginosidad con la que un cuerpo se arrojaba sobre el otro, las iniciaciones nerviosas, las virtudes de escapistas, la farsa ante las familias, la arena entre las ropas. Una de las cartas llevaba su propia letra, no le fue necesario releerla, la sabía allí, la última carta, la que nunca llegó a destino. En ella le confesaba un amor intransferible, un recuerdo indeleble, el deseo de una última vez, ajena al tiempo y las circunstancias. Le rogó que le siguiera el rastro, guiado por las migas que iría dejándole de tanto en tanto. Lo aceptó como el único y le pidió de rodillas que la perdonara por haberse entregado al convencionalismo y la racionalidad, aun sabiendo que el dolor de su pérdida la embargaría eternamente. Drásticamente había sellado su despedida –la parte mía que te has llevado morirá huérfana conmigo-. Ludmila dejó caer la carta sobre la alfombra, al tiempo en que se reprochaba por no haberse deshecho de aquella correspondencia pueril y caduca, y lloró por su marido, y por el agónico dolor al que lo había expuesto con su personalidad retentiva y cromática. Una punzada le invadió el estómago, y un dolor adyacente comenzó a tomar la forma de lo irrebatible. Al bajar la mirada vio la sangre, la mano y la empuñadura de la cuchilla de cocina. Giró levemente sobre sí misma, ahogada. Vio el rostro de Pablo, que también lloraba, y exhalaba atropelladamente palabras inaudibles que sonaban como un pedido de disculpas. 

sábado, 25 de enero de 2014

A través del túnel


Perdí de vista al conejo y me extravié entre los túneles que, ahora que lo veo y lo digo, no tienen luz ni trenes- Solo aire sucio y fotos de otras vidas colgadas de sus paredes. Avanzo entre penumbras, tiemblo y tropiezo seguido, la cabeza pesada de tanto albedrío. El túnel se achica, comprime los recuerdos en imágenes vagas e inciertas, lo bueno quedó atrás, todo tiempo pasado fue mejor.

Cada vez hay menos caminos que tomar, una brisa helada me empuja desde la nuca y un aliento pesado lame mi rostro, huelo un fósforo apagándose, siento la sangre en los codos raspados. Caigo, ahora soy más alto que el túnel, no hay lugar para caminar erguido. Me arrastro serpenteante por el suelo húmedo, oigo ecos que me llaman, o me despiden, no estoy seguro. Siento el calor de la hoguera que consume de todo lo que he sido, mi cama, mi escritorio, mis perros, todo arde y se derrite como la vela con la que entré al túnel, y que se consumió mucho antes de lo previsto.

Casi no hay aire y estoy al borde de desvanecerme, un brillo reluce en el fondo, casi no tengo fuerzas pero lo alcanzo. No hay más adonde ir, el túnel me abraza como una placenta, -placenteramente-. En el suelo del túnel, al final del camino, el cadáver del conejo blanco. Su pelo es más suave que nunca, y se nota que ha llorado. De su cuello cuelga la llave que alguna vez creí que podría conseguir.

miércoles, 22 de enero de 2014

Calcomanías

Basta con que yo escriba algo, lo altere cien veces y se lo pase a alguien (cualquiera) para que pierda todo gusto por esa pieza. Una vez expropiado de mi inmanencia, desnaturalizado, el relato se me hace tan interesante como el instructivo de una fotocopiadora. Y así ha de volar convertido en avión de papel, o hundirse como señuelo de plomo. Es que una vez que cae sobre su regazo la maquinaria estereofónica del perfil ajeno se pierde el control sobre todo lo escrito. Y la puntuación confunde, y los personajes se aglutinan, y es muy probable que no hayas visto el gajo de mandarina que se cayó junto al pie de la cama mientras ella le decía que el beso en la estación había sido una mentira. No lo viste, pero ahí estaba. Porque es responsabilidad tuya levantar el texto por sobre tu cabeza, asomarlo. Y porque sos el exclusivo dueño de tus propios pelos, y sólo si logras que cada una de las letras encaje como un lego con tus terminaciones nerviosas y tus niveles de serotonina, tal vez por un momento se te ericen.
Hay de todo. Poemas que pueden leerse en un viaje de ascensor. Cuentos dietéticos que hacen que uno se saltee las comidas. Y hasta novelas matemáticas que arremolinan la tensión y se te van en las dos últimas páginas con ese ruido grotesco que hace el agua al terminar de escaparse por el resumidero. Hay incluso algunos pasajes tan precisos que nos tuercen los brazos y obligan a dejar por un momento el libro sobre la cama o la mesa, y juntar las palmas en rezo meciendo las muñecas al tiempo en que se susurra una santa puteada en homenaje a su autor. Hay también de esos libros que uno lee a escondidas, porque algunas de sus tuercas no encajan en la maquinaria que elegimos ostentar. Porque hay goces que uno no se permite, no en público. Y entonces solapamos su lectura, mientras nos abandonamos a la culpa y la paranoia, que no es otra cosa que la clase de ficción más real que se puede consumir.
Hay gente que colecciona libros, gente que colecciona señaladores, incluso conocí un hombre en San Telmo que colecciona portadas, las pega en collage en la pared de su negocio. No se me hizo la idea de preguntarle si después de arrancarle las tapas a los libros los leía o los tiraba. No viene al caso.
Lo cierto es que termino de escribir esta diatriba, y si te llega es porque dejó de gustarme. Porque al igual que los juguetes, uno comparte sus relatos cuando ya se cansó de jugar con ellos.
En cualquier momento su fugaz efecto se desvanecerá, justo antes de que hierva el agua para el café. Vas a levantarte y tal vez lo revuelvas en silencio, y eso será todo, y pensarás en lo que viene, con la cara llena de aroma, mientras mis palabras se transforman en otra más de las calcomanías que llevas pegadas en las puertas del placard

El vuelo del emperador



Una vez tuve un sueño, tan ajeno e inverosímil como solo un sueño puede serlo. Era de color rojo y nauseabundo. Cuando desperté, sofocado, pasé varias horas intentando recordar cada detalle, cada una de las imágenes que en mi inconciencia había creado. No fue fácil. Sólo cuando la ilusión se tornó fresca e inmediata, cuando la confusión dio paso a la nitidez, comprendí que había logrado capturar mi sueño. Sin embargo, al mismo tiempo, comprendí que no sabía contarlo. Entonces decidí guardarlo en una caja de madera sobre la cómoda de mi cuarto. Ahí habría de quedar, durante décadas, en la vigilia.
La noche en que mi hijo cumplió diez años festejamos en casa con la familia. Comimos torta y lo ayudamos a abrir algunos de sus regalos. Recuerdo lo mucho que se rió aquel día. También recuerdo que por la noche, casi de madrugada, me levanté de la cama en busca de un poco de agua. Al dirigirme a la cocina pude oír, suavemente desde su habitación, el llanto fugaz de mi hijo. Al entrar en su cuarto me dijo que había tenido un sueño, un sueño blanco, lleno de brillo y de movimiento, pero que no sabía cómo contármelo. Fui entonces a mi cuarto y busqué aquella caja. Ahora en un cajón de la cómoda. Al regresar, mi hijo guardó su sueño junto con el mío y dejamos la caja en uno de los cajones de su escritorio. Después nos quedamos hablando de cosas menores, sin importancia ni apuro, hasta el amanecer. 
Unos años después, cuando llegó la crisis, tuvimos que irnos del país. Entre la prisa y la improvisación, algunas de nuestras cosas fueron perdidas y olvidadas. Un matrimonio joven se mudó con su pequeña hija a la que había sido nuestra casa, y en una bolsa de arpillera debajo de las escaleras, la niña encontró una mañana de verano la caja de madera con nuestros sueños dentro. Guardó en ella un cabello blanco de su madre, y la puso junto con sus libros sobre la repisa de su cuarto.
Cuando la niña creció, estudió veterinaria en la Universidad de Casilda, y después de obtener su título se fue a vivir a un campo de La Pampa a trabajar en un tambo. Varios años después, una noche de invierno, mientras dormía en su casa, alejada de las ciudades y los caminos, una insignificante pérdida de gas hizo explotar la garrafa de su habitación. Los muebles y las cortinas ardieron al instante y el humo la sofocó hasta la inconciencia. La estancia entera comenzó a arder en la noche negra, esparciendo un brillo indiferente sobre un gran Arce milenario, ubicado entre la casa y la plantación de soja. La caja de madera, que había llevado siempre con ella, y que guardaba en su cuarto entre tantos otros recuerdos de su infancia, también fue alcanzada por las anónimas llamas.
Una enorme bola de fuego iluminaba el cielo diáfano. El resplandor se expandía a través de las hectáreas sembradas. Todo crujía, dentro y fuera de la casa. La imagen de una entraña que se retuerce en llamas, soberbia, se mostraba desde la distancia y la holgura del campo. El viento se hizo desde el sur, y el fuego alcanzó el Arce contiguo. Ahora sus hojas encendidas comienzan a llover en cientos de faros indiscretos, flotando caprichosamente entre la humareda.
Veo, desde la barbacana de mis días, el retrato de aquel sueño lejano, y doy un último grito ahogado hacia mis adentros, al tiempo en que me desuello irreparablemente.

De un soplo entre las llamas, un búho emperador vuela desde lo profundo de aquel siniestro, disgregando el cielo encendido con sus alas blancas y su presagio de continuidad. A mi lado, a través de la infranqueable distancia, mi hijo llora de nuevo. Sabe que nuestro capitulo, tan sincero y carnal, termina con aquella ave soñada, que ahora se aleja.